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la Historia real revelada por el ADN

Corría el año 1275 cuando Alfonso X el Sabio viajaba con la infanta Leonor, su hija, a entrevistarse con el papa Gregorio X, en Francia. La joven, de unos 19 años y cuarta de los once hijos legítimos del rey, moría repentinamente en el trayecto. Su padre ordenó entonces que sus restos fueran enterrados en el convento de monjas dominicas de Caleruega (Burgos). Pocos datos más nos han llegado sobre la malograda infanta, de la que no se sabe de qué falleció, si padecía alguna patología previa o tan siquiera de qué color eran sus ojos.

Pero no todo está perdido: mucha información permanece en su ADN. Ahora, después de más de siete siglos, gracias a las nuevas tecnologías y al desarrollo de la ciencia, su material genético guardado en el sarcófago burgalés ha revelado el primer retrato de la infanta: morena de pelo, blanca de piel y con iris verde avellana.

Estas son las conclusiones a las que llegó el equipo de Genética Forense y Genética de Poblaciones de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), especializado en el análisis de ADN antiguo, y que en marzo publicó el estudio con los resultados en la revista ‘Genealogy‘. «Las muestras nos llegaron en 2018, después de que en 2014 el sarcófago fuese de nuevo abierto para su restauración, y para que un grupo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valladolid (UVa) llevase acabo el estudio antropológico», cuenta a ABC Sara Palomo, profesora del Departamento de Medicina legal, psiquiatría y patología de la UCM y una de las autoras del trabajo.

Imagen Secundaria 1 - En La Imagen Principal, Los Restos Exhumados En 2014 De La Infanta Leonor De Castilla; Abajo A La Izquierda, Su Cráneo; A La Derecha, Los Investigadores De La Uva Examinando Los Restos
Imagen Secundaria 2 - En La Imagen Principal, Los Restos Exhumados En 2014 De La Infanta Leonor De Castilla; Abajo A La Izquierda, Su Cráneo; A La Derecha, Los Investigadores De La Uva Examinando Los Restos
En la imagen principal, los restos exhumados en 2014 de la infanta Leonor de Castilla; abajo a la izquierda, su cráneo; a la derecha, los investigadores de la UVa examinando los restos
UVa

La UVa determinó que se trataba, efectivamente, de una chica joven que coincidía con la infanta Leonor y que, además, muy probablemente había sido embalsamada con algún ungüento de la época (con base de azufre y plata, tal y como detallaron los análisis) para que su cuerpo aguantara el traslado desde los Pirineos, donde falleció, hasta Burgos, donde fue enterrada.

Durante la toma de muestras, también se rescataron un par de dientes. De ellos, se extrajo el ADN de la infanta Leonor con el que se esperaba ratificar el sexo que habían señalado los exámenes antropológicos. «En efecto, era una chica de procedencia fundamentalmente europea, lo que encaja con lo que sabemos de ella», señala Palomo. También se pudo saber, por primera vez, que poseía el pelo negro, su tez era clara y sus ojos verdes con tintes marrones.

No es la primera vez que el material genético de los restos de la antigua realeza arroja luz sobre la Historia: en algunos casos, aportaron nuevas piezas a un puzle incompleto, como los Romanov en la hemofilia que asolaba a las casas reales europeas; en otros, contribuyeron a desmitificar algunos mitos, como la huida de los llamados ‘Condes Oscuros’, supuestos descendientes de los últimos reyes de Francia.

El devenir de los hijos del Luis XVI y María Antonieta

La historia oficial cuenta que Luis XVII, hijo de Luis XVI (el famoso rey de Francia que acabó en la guillotina, junto con su esposa, María Antonieta) murió en la prisión del Templo de París el 8 de junio de 1795, dos años después de que sus padres fueran ajusticiados. Sin embargo, se difundió el rumor de que el pequeño, de 10 años, consiguió escapar. Varios candidatos a Luis XVII se erigieron por toda Europa, incluido Karl Wilhelm Naundorff, un relojero prusiano que defendió su historia hasta su muerte, en 1845.

Un estudio basado en ADN mitocondrial (el aportado por la madre) la desmintió. Una investigación posterior, publicada en la revista ‘European Journal of Human Genetics‘ en 1998, realizó dos análisis independientes al cadáver encontrado en la prisión parisina atribuido al joven príncipe. Utilizando lo que quedaba de su corazón, sendos estudios corroboraron que, efectivamente, aquel cadáver perteneció a Luis XVII, quien sí murió en el penal poco después que sus padres.


Retrato de María Antonieta junto con sus hijos


Archivo

Algo similar pasó con su hermana, la princesa María Teresa Carlota de Francia. En 1807 apareció en el pueblo alemán de Thuringian Eishausen una rica y misteriosa pareja que se trasladó a vivir a un castillo, donde permaneció sin salir tres décadas. Apodados los ‘Condes Oscuros’, contaban con la protección del duque y la duquesa de Sajonia-Hildburghausen. El marido, quien se presentó como Vavel de Versay, murió en 1845 y, tiempo después, fue identificado como Leonardus Cornelius van der Valck, secretario de la embajada holandesa en París. Ella, que murió doce años antes, fue enterrada con el nombre de Sophia Botta.

Pero corría el rumor de que, en realidad, se trataba de la hija perdida de los últimos reyes de Francia, quien fue encarcelada en la misma torre que su hermano hasta que, finalmente, fue liberada y desterrada a Viena. Aunque la intención era que se casase con su primo, el duque de Angulema, por alguna razón (se especula que se negó o que salió tan traumatizada del penal que fue imposible que ingresara de nuevo en la sociedad), el rumor aseguraba que fue cambiada por su compañera de juegos y hermana adoptiva (aunque existieron relatos de que era una hija ilegítima del rey), Ernestine Lambriquet, quien usó la identidad de la princesa hasta su muerte, en 1851.

Estudios genéticos posteriores descartaron que la ‘condesa oscura’ fuese la hija de María Antonieta y, por el contrario, confirmaron que la mujer enterrada en Viena sí se trataba de la María Teresa Carlota de Francia ‘oficial’.

La tragedia de los Romanov

La noche del 16 al 17 de julio de 1918, el zar de Rusia, Nicolás II, la zarina Alejandra, sus cinco hijos -Olga, Tatiana, María y Anastasia y Alexei- y cuatro sirvientes -incluido el médico- fueron llevados al sótano de la mansión en la que estaban recluidos, Casa Ipatiev, en los Urales en Ekaterimburgo. Allí, los bolcheviques los asesinaron. Ya desde el principio, las versiones contradictorias corrieron como la pólvora: aunque los revolucionarios informaron a Lenin de que toda la familia había sufrido el mismo destino, solo se anunció públicamente la muerte del zar, asegurando que la esposa y el hijo de Nicolás Romanov habían sido enviados «a un lugar seguro«.

No fue hasta 1991, con la caída de la URSS, cuando se reveló el paradero exacto de los cuerpos, a los que se les sometió a un análisis genético. «Hemos realizado pruebas de sexo basadas en ADN y confirmamos que un grupo familiar estaba presente en la tumba. El análisis del ADN mitocondrial revela una coincidencia de secuencia exacta entre la supuesta zarina y los tres niños con un pariente materno vivo», indicaba el estudio, publicado en la revista ‘Nature Genetics‘.


La familia real rusa: los zares en el centro y, al rededor, sus cinco hijos


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Sin embargo, allí faltaban dos cuerpos, lo que no hizo sino acrecentar la leyenda de que algunos de los hijos (el único varón, el príncipe Alexei, de 13 años; su hermana Anastasia, de 17; o María, de 19) podrían no haber sufrido el terrible fin del resto de su familia. Hasta que en 2007 un grupo de arqueólogos aficionados descubrieron una colección de restos óseos a unos 70 metros de la tumba principal. Dos años después, un estudio publicado en la revista ‘PLOS ONE‘ esclarecía el caso: «Combinado con pruebas de ADN adicionales del material de la tumba de 1991, tenemos evidencia prácticamente irrefutable de que las dos personas recuperadas de la tumba de 2007 son los dos hijos desaparecidos de la familia Romanov: el zarevich Alexei y una de sus hermanas», indicaban los autores.

Aunque los resultados estaban claros, hubo quien cuestionó las pruebas. Para que no hubiese lugar a la duda, los autores del último estudio cotejaron el ADN de los dos cuerpos hallados con el del resto de cadáveres encontrados en un primer momento: los análisis revelaron coincidencias familiares claras. También lo compararon con el ADN del duque de Edimburgo, consorte de la reina Isabel de Inglaterra y sobrino-nieto de la zarina Alejandra, la esposa del zar, además de con los restos de sangre obtenidos de una camisa que llevaba el zar cuando fue atacado en Japón en 1891 y que se guardaba como reliquia. Todos los análisis fueron positivos. «Misterio resuelto -concluían los autores-: ningún miembro de la familia sobrevivió a la ejecución en la madrugada del 17 de julio de 1918».

La Reina Victoria, abuela de Europa y el comienzo de una ‘maldición’ genética

La exhumación de los Romanov propició, de forma paralela, información acerca de una suerte de maldición genética que acosó a las dinastías europeas: la hemofilia. La enfermedad, que provoca una mala coagulación de la sangre y la aparición de hemorragias espontáneas -si bien las mujeres son portadoras y son los varones los que sufren la manifestación de la enfermedad-, causó la muerte de Leopoldo, duque de Albany (que se cayó y se desangró); de su hijo, Federico de Hesse-Darmstadt (que falleció a los dos años y medio de una hemorragia cerebral tras caerse de una ventana); también la de Lord Leopoldo Mountbatten (quien se desangró en una operación de cadera); y del primogénito de Alfonso XIII (que pereció tras un accidente leve de coche en Miami, después de que el suceso le provocara una hemorragia interna que los médicos no pudieron detener). Todos compartían un pariente clave: la Reina Victoria, de quien se sospechaba que partió el mal genético.


La Reina Victoria, ‘paciente cero’ de la hemofilia en las casas reales europeas (la principal teoría señala que la enfermedad le sobrevino por una mutación espontánea, aunque hay quien apunta a un supuesto padre no reconocido)


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Los análisis de ADN confirmaron que la zarina, nieta de la conocida como ‘abuela de Europa’, y sus hijos, Anastasia, y el primogénito, Alexei, quien siempre se había mostrado con una débil salud (como dato: casi muere por una hemorragia espontánea de nariz), poseían una mutación genética compatible con una forma grave de hemofilia (hemofilia B), según se publicó en un estudio de la revista ‘Science‘. También lo poseía la hermana encontrada junto al joven príncipe, quien era portadora.


El príncipe Alexei, convaleciente, junto a la Zarina Alejandra


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La consanguinidad de los Austrias

Mucho se ha escrito sobre la consanguinidad de las familias reales europeas y, sobre todo, la de los Austrias. Sin embargo, la mayoría de los estudios están basados en la genealogía, una disciplina que se basa en las probabilidades de que los miembros de un grupo, dados determinados enlaces y descendencia, compartan más o menos de su material genético. A pesar de que no se estudia directamente el ADN, es muy útil para elaborar hipótesis.

Así es como Francisco Camiña Ceballos, doctor en Genética por la Universidad de Santiago de Compostela (USC), probó que la casa de Austria desapareció por una elevada consanguinidad que tuvo sus últimas consecuencias en Carlos II, apodado el Hechizado, cuyos padres, a pesar de ser tío y sobrina, compartían genes a nivel de una una unión incestuosa. «Esto se dio por la acumulación por los matrimonios antecesores, lo que propició que tuvieran una mayor probabilidad de sufrir enfermedades de todo tipo, desde bacterianas a genéticas», indica.


Retrato de Carlos II, el Hechizado


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Sin embargo, todas estas hipótesis aún no tienen una prueba directa. «A pesar de que sabemos dónde están los cuerpos y tenemos una trazabilidad bastante completa de cómo vivieron, qué males padecieron o de qué murieron, la Administración española es reacia a conceder los permisos para acceder a su ADN, como sí ocurre en otros países», lamenta Camiña Ceballos.

«Esa información es clave no solo para la Historia, sino también para el progreso de la medicina, porque las familias reales europeas son un laboratorio genético increíble». Quién sabe cuántos secretos y, quizás, posibles curas se esconden aún entre sus cadáveres reales.

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